LA LEÑA Y LA CANDELA
LA LEÑA Y LA CANDELA
APARECIERON los burócratas del Instituto de Conservación Forestal, cumpliendo con la función que más les atañe. No precisamente controlando o mitigando la quemazón que para esta temporada detona en todo el país, sino dando cifras de los incendios y de las áreas devastadas por las llamas. Así que en base a esa contumeriosa labor que realiza nos enteramos que “en lo que va del 2017 se han registrado 159 incendios forestales a nivel nacional, de los cuales 40 se han suscitado en el Municipio del Distrito Central (MDC)”. No solo eso, calculan que los incendios “van a incrementarse en un 40% en relación al año anterior”. Eso que no se ha llegado a abril –expresó el titular de ese ente estatal– mes en el que el número se multiplica”. La propuesta para suavizar el azote al bosque que aún queda, no parece ir orientada a introducir cambios a la política forestal o incrementar la vigilancia en áreas vulnerables, sino en “hacer un llamado a los ciudadanos que se mantengan alertas para que denuncien a los pirómanos”.
Como se desconoce cuántos pirómanos capturados hay hasta ahora, habría que suponer que la propuesta sería, quizás, que Morazán vigile, pendiente de denunciar si de repente a alguno de ellos lo divisa in fraganti metiéndole candela a alguna arboleda con el fósforo en la mano. No que el Instituto responsable de estos menesteres esté totalmente desarmado, ya que además de los cientos de empleados que lo integran hay todo un departamento de Conservación Forestal, el que forma parte del Comité Nacional de Protección Forestal (Conaprofor). Es bueno que el educado auditorio sepa de otro hallazgo del ICF: “Al momento que los pobladores queman la maleza, las corrientes de aire llevan las chispas provocando incendios en otras áreas”.
Hasta el momento, la limpieza de zacateras –con quema controlada que no se sabe cuando se pueda descontrolar– es lo que ocasiona una leve bruma que rodea la capital que, al ritmo que va, podría convertirse en densa bruma. Los bosques, varias décadas atrás, constituían parte del paisaje como del pulmón de la capital. Sin embargo, con el crecimiento desordenado de la ciudad, no solo ha sido el concreto y el asfalto que desapareció tierra repleta de bosque sino la despiadada deforestación por razones colaterales. La metrópoli que a lo largo de los años ha cargado con todo el flujo migratorio del área rural, de compatriotas que llegan en busca de trabajo, con poca vegetación interna, ha quedado capturada en medio de cerros pelados.
Esto tanto por la indolencia –pública y particular–, la falta de interés de las muchas autoridades edilicias que hemos tenido de mantener áreas verdes, como por descuido de la vecindad. Últimamente –en ello incluida la desidia de la autoridad cuando el problema fue detectado y apenas iniciaba– el gorgojo descortezador se ha encargado de tumbar extensas zonas de pinos. Así que a nadie debe extrañar esa insoportable escasez de agua aparejada de los bestiales racionamientos durante todo el año. El resto de la historia es igual de triste. Narra que debido a la pobreza de los nuevos habitantes en la capital, estos se vieron obligados a cortar árboles para convertirlos en leña para sus fogones y para levantar la construcción de sus viviendas. No todo es catastrófico. “El ICF –que se acredita varias hectáreas de tierra reforestada– cuenta con viveros permanentes, donde hay aproximadamente 3.2 millones de plantas, cuya oferta proviene de la coordinación con alcaldías, mancomunidades, juntas de agua y manejadores de áreas protegidas”.
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