“NO HAY BALAS DE PLATA”

“NO HAY BALAS DE PLATA”

LA capacidad de resumir en una frase lo que a otros toma horas de explicación es una rara virtud en este medio. Por lo general, políticos y funcionarios públicos y del sector privado, moderadores de los foros en los medios de comunicación, voceros de los grupos de interés, de los gremios y de las ONG, hablan largo y tendido, a veces sin decir mucho, sin profundizar en los problemas, solo la hojarasca de arriba sin penetrar a la raíz, sobre temas insustanciales. Nada que en realidad se enfoque a resolver las aflicciones del ciudadano común y corriente o su padecimiento de todos los días. Desgraciadamente es poco el debate público sobre lo realmente importante; ya que la propensión es a hablar y a discutir sobre asuntos fútiles –fáciles de manejar por expositores sin mucho bagaje intelectual o cultura general– más proclives al insulto o a entretener un auditorio frívolo que a educarlo u orientarlo.

En un foro montado para debatir el tema de la corrupción, de las extensas participaciones que hubo, la más elocuente de todas fue esa lapidaria expresión del fiscal general: “No hay que venderle a la población que hay ‘balas de plata’ para acabar con la impunidad”. Precisamente porque es una declaración honesta, una especie de retrato de la cruda realidad. (La ocurrencia nos remontó a otros tiempos, cuando los niños influenciados por los “pasquines” y los programas de la televisión, soñaban con héroes súper poderosos. Los más admirables eran los inmortales. Pero en el mundo de los mortales destacaba un famoso vaquero enmascarado –nada parecido a los actuales encapuchados que le prenden fuego a los cajeros automáticos en la UNAH– que montaba un brioso caballo blanco y cargaba su revólver con balas de plata, dispuesto a batirse con cualquier forajido). Aquí la demagogia ha intentado propagar la noción que ese mal de la corrupción — desgraciadamente entronizado en los sistemas políticos, públicos, privados, de los cuales no se salva ninguno de los países latinoamericanos– es posible erradicarlo con solo cambiar de gobierno. Solo es que lleguen al poder los iluminados –esos para quienes todos los demás, menos ellos, son los corruptos– y la corrupción desaparece por arte de magia. La desgracia es que a veces los que aseguran que van a componer las cosas, son los más voraces, en cuanto se les presenta la oportunidad. O que vengan de afuera a enderezar lo que los hondureños no hemos podido. Esa falta de autoestima, de no tener confianza en la capacidad propia de resolver los asuntos internos –asumiendo que el extraño vaya a ser más íntegro que el nacional– es, en sí, gran parte del problema.

Claro que la corruptela es algo feo que le roba recursos valiosos al país. Y es una lucha a fondo que debe dar el Estado. Pero con consciencia colectiva de las tremendas limitaciones que tiene un país acabado, donde todo es prioritario, y lo cuesta arriba que es adecentar algo tan enmarañado. Por su parte el jefe de la CICIG que estuvo de invitado aclaró que el papel de esa institución –como de cualquier otra parecida– es “una labor de acompañamiento, de colaboración con el Ministerio Público; no es una entidad que sustituya a la Fiscalía –o cualquier otra autoridad– porque existiendo sustitución, creo que sería, realmente, nocivo para el país, que no permitiría el fortalecimiento institucional, no permitiría construcción del Estado de Derecho, no permitiría perfeccionamiento de democracia”. Qué bueno que eso lo diga acá. Porque allá en Guatemala lo que se comenta “a sotto voce” es que el gobierno se encuentra semiparalizado mientras el país nada en el desconcierto, lindando con el pánico que le produce a muchos –entre ellos una buena parte del empresariado, políticos, funcionarios públicos que prefieren no tomar decisiones a exponerse– que en cualquier momento les caiga encima la poderosa CICIG. Con sus “balas de plata”.

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