“Raíces y Alas”



“Raíces y Alas”

Por Anna Lucía Acosta de Zelaya

“Hay dos legados que debemos dejar a nuestros hijos, el primero raíces, el segundo, alas”, reza un proverbio indio. Raíces cuando les transmitimos valores que los plantan firmes ante los vientos huracanados de la vida y además, les permiten crecer con criterios sólidos; y alas que les dan autonomía de vuelo para que puedan salir adelante solos e independientes. La familia es punto de partida en nuestras vidas, nos prepara para enfrentar el mundo, para convivir y sobretodo, contribuir a los demás. Los padres les formamos para que sepan siempre escoger entre el bien y el mal, incluso, entre lo bueno y lo mejor para que los desvíos por tentadores que parezcan, no les aparten del buen camino.

En un mundo que constantemente nos seduce con el facilísimo y el mínimo esfuerzo, debemos sembrar la raíz de la responsabilidad, esa que nos empuja a cumplir con lo debido a pesar del cansancio, la pereza o el capricho; porque lo bueno y valioso ordinariamente cuesta y aunque el facilísimo es atractivo, los atajos suelen pasar factura tarde o temprano. Todos sabemos que no se “adelgaza, comiendo”, aunque la publicidad insista en ello.

Los logros se ganan a pulso y con esfuerzo, el compromiso con la obra bien hecha nos vacuna de trabajos chapuceros, remendados o mediocres. Es en casa donde aprendemos que lo que se empieza, se acaba “aunque no quiera, aunque no pueda, aunque me muera…” como decía la santa del siglo XVI.

El respeto es otra raíz que debemos afincar hondo; respeto por los demás, por las leyes, por nuestro país… por nosotros mismos. El respeto garantiza una vida social armónica pero sobretodo, igualdad y paz. Las primeras normas se enseñan en casa, desafortunadamente, el amor malentendido nos vuelve permisivos e indulgentes. No establecemos limites, corregimos poco y no les dejamos enfrentar las consecuencias de sus actos; somos expertos en justificarlos, culpar a otros y asumir sus errores para ahorrarles incomodidades y sufrimientos. Cuando los hijos no conocen la palabra “no” y viven entre ¨dispensas¨ y ¨amnistías¨ permanentes, crecen atropellando a otros y se mueven con aires de impunidad.

Finalmente, debemos enraizar el valor de la solidaridad, ese que nos humaniza y contrarresta el individualismo feroz que se ocupa sólo de nosotros mismos. Debemos enseñarles que formamos parte de un todo, que compartimos un destino. Que debemos dar siempre, no sólo en tiempos de crisis y, sobretodo que se debe dar por auténtica preocupación del otro, no por marketing personal. Que quienes hemos recibido más, estamos en deuda con quienes tienen menos… es un tema de justicia, no de caridad. La solidaridad nos empuja al encuentro del otro y sirve de pegamento para una sociedad más justa y más equitativa.

Cuando los valores se arraigan vemos los frutos en los hijos, personas independientes que saben escoger lo bueno, lo verdadero y lo valioso; no sólo lo conveniente, placentero o egoísta. Hijos que saben tomar decisiones y que asumen las consecuencias de sus actos. Personas maduras que cumplen por convicción, no por temor a represalias y, que hacen lo correcto siempre, no sólo cuando los observan los demás.

Sin embargo, los valores no se aprenden en el pizarrón y con sermones, se encarnan con la práctica diaria principalmente, con el ejemplo de los padres, no podemos pedir lo que no estamos dispuestos a dar. Que nuestros hijos echen raíces profundas para que sepan resistir las tempestades que la vida arroja y tengan visibilidad en el vuelo para volar alto y llegar lejos, principalmente cuando queden solos, y nosotros, ya no estemos.

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