Autoritarismo



Autoritarismo

Por Edmundo Orellana
Catedrático universitario

EL Estado hondureño ha sufrido una metamorfosis producto de un diseño que desde el Congreso Nacional se ha venido impulsando e imponiendo gradualmente. Muy sutilmente, en efecto, fue avanzando el control del Presidente de la República sobre los poderes del Estado y los órganos extrapoderes.

Ese control se ha institucionalizado. En el vértice se encuentra el Consejo de Defensa y Seguridad, al que pertenecen aquellos organismos, cuyos titulares sumisamente concurren a recibir instrucciones del señor Presidente de la República, que lo preside. Lo que ahí se decide se transforma en ley en el Congreso Nacional, en investigaciones en el MP y en decisiones (algunas en forma de sentencia) en el Poder Judicial. No hay iniciativa del Ejecutivo que no satisfaga el Congreso Nacional, de un tiempo para acá. Recientemente cedió sus funciones legislativas al Ejecutivo, pese a la expresa prohibición constitucional de delegarlas. El Presidente puede crear, suprimir, reformar, fusionar, etc., los órganos y organismos de la administración pública. Las leyes que emita el Ejecutivo no están condicionadas a la aprobación del Legislativo. Son leyes que no responden al concepto de ley que nos ofrece el Código Civil ni a los requisitos exigidos por la Constitución de la República, pero, cuya observancia, nadie puede eludir, porque están amparadas en la fuerza coactiva que desde el Poder Ejecutivo se proyecta hacia los demás poderes y órganos constitucionales.

Ese control también se proyecta en el ámbito judicial. Las investigaciones sobre el latrocinio en el IHSS, por ejemplo, han avanzado penosamente (recuerde el distinguido lector que fue la policía nicaragüense quien capturó a Zelaya, el principal imputado, y tenga presente la negligencia en la captura de los demás importantes acusados), lucen selectivas (el caso del exministro Montes es muy inferior en cuantía al que este denunció recientemente, que llega a los 17 millones, y cuya documentación obra en poder del MP desde el inicio del caso) y, sospechosamente, presentadas desordenadamente en los estrados judiciales (son notorias las pifias del MP en el manejo del expediente investigativo).

Las investigaciones a cargo de la Policía Militar del Orden Público, dependencia legal del jefe del Estado Mayor, pero de hecho del Presidente de la República, tienen el aval del MP y del Poder Judicial, porque asignan a este cuerpo uniformado, jueces y fiscales, subordinados, ambos, al jefe de ese cuerpo pretoriano. La conexión entre esta estructura y la Dirección de Inteligencia e Investigación (dependencia del Consejo de Defensa y Seguridad), no puede desconocerse, porque las intervenciones telefónicas y la información recabada por esa oficina, son imprescindibles para estas investigaciones. Con este diseño resulta obvio que el Presidente dispone de su propio cuerpo judicial.

La fórmula promovida desde el Ejecutivo para la Corte Suprema de Justicia fue impuesta con tal desprecio de toda forma democrática en el Congreso Nacional, que hace suponer que habrá mucha resistencia para suprimir la podredumbre que salió a flote con la denuncia, avalada por magistrados de la Corte Suprema, del juez Echenique, quien fue presionado, desde el Consejo de la Judicatura, para satisfacer, supuestamente, caprichos del señor Presidente. En este contexto se inserta el caso de Kevin Solórzano, cuya sentencia condenatoria fue defendida por el presidente de la Corte en un desafortunado comunicado que publicó recientemente, atropellando la ley que prohíbe anticipar criterios. Este es el Poder Judicial en quien el Presidente dice confiar y pide confiar a quienes desde las calles reclaman por la sentencia condenatoria contra Kevin.

En el seno del Ejecutivo, las secretarías de Estado perdieron sus competencias legales, desde el momento en que se reconoce al Presidente la potestad de traer a su conocimiento cualquier caso que sus ministros no resuelven como a él o a sus allegados les convenga, mediante el mecanismo de la “avocación”, que es un recuerdo infame del Estado absoluto, en el que la autoridad era monopolizada por el monarca. No son pocas las adjudicaciones de licitaciones y concursos que, sospechosamente, se han declarado nulas, sin explicación alguna, usando este vestigio jurídico del absolutismo.

¿Cuántas más de estas actuaciones sospechosas desconocemos? Las desconocemos porque desde el vértice de este Estado totalitario tienen la potestad de convertir en secreto cualquier actividad del Estado, manejo de fondos (el Tasón, por ejemplo), contrataciones, etc.

Este es el Estado que el señor Presidente ha construido para dirigir la comunidad política y al que, de reelegirse, seguramente hará adiciones importantes, para incrementar su poder, por supuesto. Y habrá tiempo suficiente para ello, porque el Poder Judicial, sumisamente, le ofreció la posibilidad de reelegirse. Lo que le permite cumplir con su amenaza de gobernar por 50 años, asegurados por la debilidad e inmadurez de la oposición, ocupada en insignificancias. Nada bueno nos espera, entonces, porque, invocando el Dictum de Acton, el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Ejemplos históricos hay muchos, baste citar el hitleriano y el staliniano, en el exterior, y, en el patio, el “cariato”.

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