Poder y oposición

Poder y oposición

Por: Héctor A. Martínez
 (Sociólogo)
¿Cómo puedo saber -se preguntará Nicolás Maduro-, si realmente soy popular o no? “Solo hay una manera de saberlo -le contestaría cualquiera-: que consultemos a cada venezolano si está a favor o en contra de que el presidente siga en el poder o, definitivamente, se vaya al carajo. ¿Cómo diablos podemos averiguar quién ganará las próximas elecciones en Honduras, donde, por primera vez en treinta y cinco años de vida democrática un presidente pretende reelegirse en el trono nacional? De la misma manera: interrogar a cada hondureño a través de la vía eleccionaria. El problema, desde luego, no es tan sencillo de resolver. Meterse a una aventura consultiva resulta altamente costoso en términos financieros… y desde luego, en términos políticos.

Los Oráculos de Delfos de la política latinoamericana -es decir, los procesos plebiscitarios-, exigen millones de dólares en logística y organización. Pero la cosa no termina ahí: después de gastar ingentes cantidades de recursos, para darnos cuenta de que después del sondeo no pasará absolutamente nada, como en el caso de Venezuela, no tienen ningún sentido histórico. A partir de allí solo podemos esperar a que el gobernante cuestionado haga dos cosas: esperar a que termine el periodo presidencial, y que la historia lo juzgue; o quedarse en el poder por un periodo más, torciendo la ley, una costumbre política que se ha puesto muy de moda en nuestro continente.

Buenas noticias para los absolutistas: La democracia y las dictaduras blindan al poder contra la malquerencia del pueblo. No importa lo antipático que resulte Trump frente a sus detractores; aún si un medidor de popularidad ejecutiva, indica una baja al diez por ciento, nadie podrá hacer nada al respecto. La informalidad de una encuesta privada puede ser vista de soslayo y restarle la importancia debida a través de los medios de comunicación oficialistas. No importa si la oposición venezolana se desgañita en las “guarimbas” del Chacao o Sabana Grande, el resultado siempre será el mismo: no habrá fuerza capaz de mover a Maduro del trono de Miraflores. Mientras los disidentes no sumen millones en las calles, el poder puede estar tranquilo y dormir por un día más, con la garantía que ofrecen las Fuerzas Armadas venezolanas. Lo mismo pasa en los Estados Unidos: el New York Times o el Washington Post pueden decir y maldecir lo que quieran contra Donald Trump. Nadie moverá un dedo para convertir las calles de las principales ciudades, en escenarios de broncas y entreveros como en aquella Detroit de 1967. Y, si así fuese, la Guardia Civil estaría presta a reprimir con gases y toletes a los chicos liberales “on strike”.

De modo que no importa el nombre del sultán en el trono: el poder -ejecutivo- es la autoridad máxima de una sociedad. En todo caso, si este logra conjuntar los otros poderes del Estado a su favor, con mucha más razón las encuestas y los plebiscitos no podrán contra aquellos que controlan senados y tribunales y, desde luego, tengan el ejército a su disposición incondicional. Razón y fuerza bastan para aplicar la persuasión contra los sublevados.

Sólo un poder alternativo podrá suplantar al poder oficial. La opinión pública -producto de los sondeos- representa únicamente el medio fértil para que una fuerza opositora desafíe la autoridad máxima, y luego busque la sustitución del gobernante ya sea por la fuerza de las armas o con el peso de la ley. Y, aunque el contenido legal prescriba un procedimiento de cesantía presidencial, nadie dará el primer paso a menos que exista una descomunal oposición que logre acordar con otros sectores, cómo se repartirá el pastel del poder después de la expulsión del soberano en desgracia.

Mientras la ley y la opinión pública digan una cosa, tras bambalinas se libra una lucha encarnizada para obtener apoyo a partir de pactos, acuerdos, ligas, compra de voluntades y coaliciones de toda suerte, donde participan grupos económicos, organizaciones políticas y hasta gobiernos extranjeros de notoria influencia en los parlamentos y cenáculos internacionales.

De modo que los conflictos entre un poder legalmente constituido y la oposición, aunque sean el reflejo de la dinámica de la historia, corresponden más bien a un pulso entre una fuerza económica y otra, y casi nunca representan la voluntad popular. Ni son héroes contra villanos los que compiten por el mando de una nación; sino hombres de negocios que rivalizan por mercados potenciales, utilizando los mecanismos plebiscitarios que ofrece la democracia; legitimados, eso sí, por una supuesta soberanía popular que se lanza a las urnas o a las calles, impulsados por su buena fe en la patria. De otro modo, ¿para qué estamos?

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