¿Economía por decreto?
¿Economía por decreto?
Por Julio Raudales
Nadie debería dudar de las buenas intenciones que mueven a quienes buscan fijar los precios de la canasta básica, mantener estable el tipo de cambio, bajar la tasa de interés de los préstamos bancarios e incrementar los salarios de los trabajadores para beneficiar a la mayoría de los ciudadanos de un país. La inmortalidad y el deseo de ser amados son aspiraciones legítimas y deseables que el político avezado debe cultivar.
El problema es que la economía tiene sus leyes y quien no las respeta debe, tarde o temprano, atenerse a las consecuencias. La Unión Soviética y sus satélites, Bolivia, Nicaragua, Perú y Brasil, tuvieron que pagar amargamente su lección el siglo pasado.
Grecia, Portugal y Venezuela lloran en el siglo XXI, las consecuencias de sus decisiones erróneas e irreflexivas.
En Honduras no hemos sido ajenos a este tipo de experiencias negativas. Quizás ha pasado demasiado tiempo y nuestra población, joven como lo es en su mayoría, ha olvidado la dureza de algunas lecciones vividas. O tal vez no hemos sabido comunicar de manera adecuada algunos fenómenos, de manera que la gente sufre sistemáticamente sin saber el qué o el porqué de su sufrimiento.
Durante 40 años las autoridades persistieron en mantener la paridad del tipo de cambio de nuestro lempira con respecto al dólar, fijo y a una razón de 2 por 1. En aquel entonces, la inmensa mayoría de los hondureños (un 85%), vivían en pobreza y prácticamente sin acceso a los beneficios de un mundo cada vez más moderno y globalizado.
Nadie, o casi nadie se enteraba que el país era el que menos exportaba al resto del mundo en Centroamérica, (salvo los bananos y metales comercializados por compañías gringas), vivir en una economía cerrada y ajena al progreso era un modus vivendi más bien usual. Claro, una pequeña élite iba de vez en vez a Miami y Nueva Orleans y allá compraban a precios de gallo muerto, ropa, utensilios y hasta los muebles para la casa.
Hasta que la cruda realidad nos hizo despertar y hacia el final de los años 80, la escasez de dólares llegó a ser tal, que ya no se podía comprar ni gasolina o medicamentos en las farmacias, obligando al Banco Central a decretar en 1990, una devaluación de más del 100%. Sufrieron los dueños de vehículos, también los usuarios del transporte, los enfermos crónicos y los productores agrícolas.
Pero los que más padecieron, fueron aquellos que, postergados de la modernidad, asumieron la prueba como un designio de Dios.
Tal vez no valga la pena recordar un pasado que fue amargo para todos. Pero quizás si convenga que quienes toman decisiones hoy, estén advertidos de los problemas que puede generar la violación de las más básicas leyes de la economía. Subir salarios, fijar precios, bajar tasas de interés y mantener el tipo de cambio de manera artificial, provocará sin duda efectos nocivos en el nivel de producción y nos conducirá a un problema social quizás peor que el vivido a finales de los 80´s. Vale la pena advertirlo.
Y no es que este tema de las tarjetas de crédito sea un elemento crucial para la economía del país, no. Creo que hay que ponderar las cosas en su balance adecuado. 300 mil personas que usan dinero plástico, comparadas con los 4 millones de seres que constituyen la población económicamente activa, resultan un porcentaje pequeño y aunque impacta, tampoco es determinante. El problema es el precedente, el riesgo de convertir en costumbre algo que repetido una y otra vez, puede afectar el crecimiento y bienestar económico en el largo plazo.
Lo fundamental al respecto es que las autoridades reflexionen de forma responsable sus decisiones. La vida moderna provee instrumentos técnicos muy sofisticados y eficaces para ayudar a tomar decisiones sabias. Es legítimo querer proteger los intereses de toda la ciudadanía. Pero es mucho más eficiente hacerlo guiados por el conocimiento y la rigurosidad que solo la ciencia ha demostrado proveer.
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