El TSE

El TSE

Por Edmundo Orellana
Catedrático universitario


Aproximándose las elecciones, es obligado cuestionar el funcionamiento del Tribunal Supremo Electoral. Es inevitable. Porque todo lo hace mal.
No es un tribunal, aunque así se denomine. No es un órgano técnico, aunque deba serlo. No es productor de seguridad jurídica, aunque sea la piedra angular del sistema político nacional porque, constitucionalmente, es el competente para imprimir legitimidad al proceso electoral.

Sus titulares no se ostentan como responsables de juzgar y ejecutar lo juzgado en la jurisdicción electoral, sino como simples representantes de sus respectivos partidos políticos. Su función no es otra que proteger los intereses de los directivos de estos, salvo el de la DC, que, al representar un partido de hecho inexistente, se inclina hacia las decisiones del representante del partido gobernante, de modo que este siempre está en mayoría. En definitiva, carecen de la imparcialidad y objetividad que se demanda de quien ejerce competencias en la jurisdicción.

Sus competencias son una mezcla de jurisdicción electoral, de administración del proceso electoral y de certificación de los resultados electorales. Las ejerce mientras se mantiene vigente el proceso electoral. El resto del período de gobierno se mantiene en un estado de hibernación del que no sale hasta que se activa el proceso electoral.

El sistema sigue siendo el mismo, indiferente ante la modernización que las nuevas tecnologías prometen y de la que se benefician los demás países. Por eso, el tema del voto electrónico es visto como ciencia ficción. Y es que resulta conveniente seguir con la tradición, por la necesidad de manejar ingentes cantidades de recursos para financiar la impresión de boletas, manejo y transporte de las mismas y, finalmente, procesar los datos transmitidos desde las mesas electorales. Jugosos y apetitosos contratos se suceden en todo el proceso.

No hay preparativos previos. Por eso todo se hace atropelladamente durante el proceso electoral. Prueba de ello, es que, a última hora, acostumbra a solicitar partidas presupuestarias adicionales y recurre al estado de emergencia para justificar contrataciones directas de proveedores y demás.

En este proceso, dos temas están caldeando el ambiente. El del censo electoral y el proceso de transmisión de datos desde las mesas electorales. En ambos, la negligencia del TSE se exhibe en toda su dimensión. Sabiendo que los insumos provienen de un registro civil en condiciones deplorables (recuerde el distinguido lector el privado de libertad a quien le encontraron cinco tarjetas de identidad distintas, con su foto), nada hace para depurarlo. Y en relación con el segundo, lo agrava con una contratación denunciada por el CNA ante el MP, y cuestionada por el PL, al grado de que este enfáticamente ha declarado que, de seguir la misma empresa contratada, no aceptará los resultados electorales.

Según la oposición, en el censo electoral aparecen como habilitados para votar, aproximadamente, un millón de muertos. Según las autoridades del Registro, no son tantos, apenas son 200 mil. Con esta cantidad de votos se decide cualquier elección. Los muertos decidiendo por los vivos.

A esto agreguemos la cantidad de partidos a los que el sistema ha dado vida para conveniencia del inconstitucional proyecto continuista del Presidente de la República. Salen de su féretro solamente en período de elecciones. Se alienan con el partido gobernante, vendiendo a este sus credenciales, el que finalmente se convierte en amo y señor de las mesas electorales, aplastando las iniciativas y reclamos de los partidos de la oposición, y acreditando votos al partido gobernante, extraídos de los listados de muertos habilitados para votar. Una vez que la mesa firma el acta, los resultados están validados. Los procesos impugnatorios posteriores son simples desahogos, sin posibilidad real de alterarlos.

¿De quién es la responsabilidad de este desastre? De los partidos políticos, ciertamente. Estos son los que se resisten a la modernización del sistema electoral, a la depuración del censo y a transparentar los procesos electorales. Por eso, poca o ninguna posibilidad de solución se atisba en el ambiente.

En todo caso, el problema está planteado y anuncia problemas mayores de gravísimas consecuencias para la vida nacional.

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