Sociedad civil, sin legitimidad

Sociedad civil, sin legitimidad

Por Juan Ramón Martínez

Antonio Gramsci, italiano, marxista y uno de los más profundos crítico de la falta de dialéctica en el interior del movimiento comunista, es posiblemente, el más afortunado creador de la frase, “sociedad civil”. En un ambiente en donde la movilización fascista, en que lo corporativo exigía que cada gremio se dejara oír en las decisiones públicas, llamó a esto sociedad civil. De esta forma, los campesinos, los obreros y los demás grupos de trabajadores, por medio de sus organizaciones de base territorial, regional y nacional, podían participar en la marcha de la sociedad.

La Doctrina Social Católica un tiempo después, arrepentida de su rechazo al liberalismo y al movimiento sindical, descubrió que empujados por el gobierno, los grandes capitales y los empresarios más exitosos, habían dejado al margen a una gran parte de la sociedad. La mayoría numéricamente. Por lo que la Iglesia Católica, desde León XIII, estableció el imperativo de la organización de los marginados, la protección de sus intereses, por medio de la participación en las decisiones de la sociedad. De aquí, nació el concepto de ciudadanía, con el defecto que este por su naturaleza específica, se tornó en participación política, excluyendo otras formas de marginación como la pobreza, la miseria, anclada en la iniquidad de la distribución del producto social.

En la década de los cincuenta y los sesenta, en los mismos tiempos en que estaban sentándose las bases de la centralización gubernamental que, ahora ahoga al sistema político, económico y social, la Iglesia –en la palabra y la acción de monseñor Evelio Domínguez, arzobispo auxiliar de la Arquidiócesis– animó la organización y la participación. Con dos propósitos: el primero que el gobierno nunca tendría capacidad de enfrentar los problemas generales de la población; en tanto que el segundo, se centraba en el peligro — confirmado por el populismo ineficiente y manipulador– que el gobierno, al asumir toda la problemática, jerarquizarla y proponerse soluciones, debilitaría el protagonismo ciudadano y terminaría, negando la libertad a la persona humana.

La Iglesia, en una acción sin parangón, promovió y organizó las escuelas radiofónicas para alfabetizar a los adultos, animó a la organización de Juntas de Acción Comunal, –encargadas de ejecutar proyectos que solucionaran los problemas educativos, económicos y de salud– las ligas y organizaciones campesinas para buscar tierras fiscales a los campesinos, con las que vivan dignamente y las cooperativas, para por su medio crear empleo, mejorar la conducta de sus miembros y contribuir con la independencia económica de las comunidades mediante negociaciones simétricas con los mercados.

Como efecto, los observadores concluimos que estábamos creando a la sociedad civil, para que en diálogo con la sociedad política, representada por el Estado, pudieran facilitar la integración nacional. Como efecto, de esta visión global, se creó en el imaginario popular el concepto que todos éramos importantes, que en consecuencia, debíamos participar. Y junto al Estado –la sociedad políticamente organizada– en la vigilancia del gobierno, reducido a simple gerente del bien común, y cumpliera con sus obligaciones.

La sociedad civil fue tan importante, que en los momentos de mayor crisis que pasamos en el siglo XX, cuando Suazo Córdova ejecutó el primer delito continuista de la reconstrucción democrática, la sociedad civil y las Fuerzas Armadas, muy respetadas por los políticos cimarrones, la sociedad civil, la Iglesia y aquellos, fueron los actores que le dieron salida a la crisis política.

Ahora, la organización popular ha declinado. Las organizaciones del exterior que ayudaban a que los hondureños se expresaran y organizaran su “sociedad civil” propia, en la medida de sus gustos, han sustituido a las mismas, asumiendo el carácter de sociedad civil, sin legitimidad alguna. Y comportándose como tales, reclaman derechos a participar en todo: desde la depuración de la Policía, la reorganización del Seguro Social e incluso los problemas de la UNAH. Cada vez que Omar Rivera –que no representa a nadie absolutamente, pese a sus méritos individuales– asume el carácter de dirigente de la sociedad civil, proyecta una falsedad. Y le hace comparsa el pastor Solórzano que, tampoco tiene el carácter de representar a nadie, sino a feligreses que más que mandatarios suyos, son ovejas perdidas que él, conduce hacia el encuentro con el Señor. Estamos mal. Sin sociedad civil y con unas figuras individuales que asumen el papel de tales, sin tener la representación mínima para hacerlo.

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