Reelección: legalidad y legitimidad
Por Héctor A. Martínez
(Sociólogo)
Frente a todos los medios de comunicación ahí presentes, y a un centenar de miembros de su partido, el mandatario hondureño, Juan Orlando Hernández lanzó el tan ansiado y controvertible grito de la reelección, que sus seguidores habían esperado, desde hacía mucho tiempo, para que este ratificara sus verdaderas intenciones de quedarse más tiempo en el poder, a pesar de la ilegalidad de la intención. Aunque, una vez terminado el evento, montado, desde luego, para tales fines, el Presidente aclaró que lo expresado de manera chusca, no se trataba más que de la remembranza de una de sus consignas de campaña utilizadas por el PN en las elecciones recién pasadas. A pesar de la aclaratoria, la verdadera intención ya estaba echada a su suerte: resulta claro que la intención de la “broma”, fue una elaboración procesada y enlatada, seguramente por los “ideólogos” del PN para echarla al aire, a manera de un globo sonda -como suele llamársele a las provocaciones que expelen los políticos latinoamericanos-, para averiguar el nivel de reacción de la prensa, la oposición y de la mismísima opinión pública.
Vale la pena aclarar que el grito reeleccionista del hijo natural de Lempira -del departamento, no del prócer-, es el punto final de un largo proceso que el PN ha venido diseñando desde hace varios años con miras a prolongarse en el poder, sin importar el resquebrajamiento de los contenidos legales que la Constitución prescribe. La Carta Magna advierte a quienes pretendan abusar de los artículos pétreos -que, en sí y para sí, son bastante explícitos-, que existen penalizaciones para quienes intenten modificar sus sagrados contenidos. Tales artículos no dejan margen ni fisura por donde se pueda alterarlos, salvo, claro está, a partir de lo que Carl Schmitt denominaba, un acto de “decisionismo” político, en el que, el máximo líder, desechando los contenidos legales, toma sus personalísimas decisiones, según las conveniencias del partido en el poder.
La profundidad de los contenidos normativos y las consecuencias de legitimidad que esto acarrea, resultan ser del desconocimiento absoluto, no solo de los ciudadanos, sino también de la oposición política y del mismísimo Partido Nacional, para quienes, alterar “un poquito” los contenidos legales de divina refulgencia, no es más que un simple acto donde se puede reescribir o agregar un “adendum”, perfectamente sancionado por un cuerpo legislativo, en consonancia con un tribunal máximo, en este caso, la propia Corte Suprema de Justicia.
¿Por qué el PN rompe la tradicionalidad política y altera los fundamentos legales sin encontrar una verdadera oposición organizada? El más importante de los argumentos es que se confunde, muy a propósito, el concepto de legalidad y legitimidad como si fuesen sinónimos. Son biunívocos, sí, pero no equivalentes, es decir, para que un gobierno sea legítimo debe contar con la legalidad de sus súbditos. Las elecciones democráticas así lo avalan, la ley lo avala. Estos son los fundamentos del Estado de Derecho. Hasta allí, no hay ninguna anomalía. Pero, en materia de justicia, de la que la política debería hacer su hija predilecta, la legitimidad se desprende y se convierte en la exigencia de un poder que debería preocuparse por mejorar la situación de sus ciudadanos a partir de dos condiciones que subraya muy bien Jurgen Habermas, a saber: el aseguramiento de las oportunidades ciudadanas en función de los vaivenes del mercado, y un aumento de la calidad de vida, sobre todo de la educación, para que sirva como sostén de la primera. En esta misma condición se incluye la seguridad ciudadana. En otras palabras, existen gobiernos que son legales pero no son legítimos.
El meollo del problema resulta cuando se encuentran -y se separan- lo jurídico y lo político, dos caras de la misma moneda. El PN funde como el hierro los dos conceptos por conveniencia y por ignorancia: según la ley, el gobierno actual es legal y es legítimo. Políticamente hablando, esto es, en el caso que haya podido ofrecer seguridad y una mejor calidad de vida a sus súbditos, es legal pero no legítimo.
La legitimidad es ratificada a partir de la aceptación general de los ciudadanos que avalan al poder, solamente si se dan las condiciones necesarias en que los indicadores económicos y sociales, reflejados en el día a día de los ciudadanos, se muestren en la satisfacción de una buena parte de la población. Una forma de expresión popular que ratifica lo anterior, son las redes sociales: en estas se descubre la aversión popular hacia el gobierno actual: basta con entrar a ellas y percibir la decepción y la condena, enlazadas en las opiniones y sentimientos de los blogueros de toda suerte.
Aunque el hecho de la reelección se liquidará de manera legal, la ilegitimidad habrá negado lo impuro del acto. Pero hemos de aclarar: el rechazo no deberá enmarcarse únicamente dentro de la institucionalidad del acuerdo plebiscitario, es decir, en las urnas. Ese canal de opinión general, no puede ni debe ser el único medio de absoluta y universal aplicación, porque sospechamos fuertemente que la ilegitimidad del poder actual, ya reside en los ciudadanos desde hace algún tiempo, y estos tienen mucho que decir al respecto. Y a esto habrá que agregar todavía, la ilegalidad de romper la Constitución que aún no se ha consumado.
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