Oda a la mediocridad

Oda a la mediocridad

Por: Héctor A. Martínez
(Sociólogo)
Mientras el bienintencionado exponente de Probidad Administrativa de la República daba un baño de ética a todos los docentes reunidos en uno de los auditorios de la Universidad Nacional, detrás mío, tres “profesores” se daban a la tarea de resaltar sus dotes de payasos, haciendo mofa y diciendo sandeces de cada cosa que el buen hombre iba presentando sobre aquel importantísimo tema que hoy en día se tambalea sobre el piso axiológico de la calidad humana. Ante el disgusto manifiesto del resto de los catedráticos, de los que ninguno se atrevió a protestar, quizás por temor, ya que vivimos en una sociedad de revanchas, me pregunté, asombrado -con todo el derecho del mundo-, que, cómo era posible que a profesionales de ese nivel de la educación, se les encomendara la santa tarea de formar jóvenes que más tarde se convertirán, indefectiblemente, en los líderes de Honduras.

Pero la respuesta yo ya la sabía desde hacía más de una década cuando leí la obra de Laurence J. Peter y Raymond Hull intitulada “El principio de Peter” o del Nivel de Incompetencia. En el mismo, los autores explican, de manera dramática, la cruda realidad de lo que acontece en las instituciones y organizaciones de toda especie, principalmente en el sector público, acerca de los nombramientos y colocación de profesionales en cargos para los cuales no poseen, ni los conocimientos ni las habilidades para desenvolverse de manera eficiente ni eficaz para el ejercicio del puesto.

Un problema de la meritocracia -y de la burocracia, como bien lo planteó Max Weber-, es que los títulos y diplomas representan la única forma legalmente aceptada para garantizar que el conocimiento pueda ser aplicado con propiedad técnica, según la especialidad del individuo. El problema, sin embargo, no es solamente de conocimiento, sino también de incompetencia y mediocridad. De lo que los viejos maestros nos heredaron, y los libros alimentaron, ya no queda sino, el inextricable revoltijo de palabras y conceptos acumulados en una sarta de libros de los que -como en el caso de nuestros payasos académicos-, ya no se tiene memoria. El residuo es, apenas, un profesional con un título hecho de cartulina en la que se incrusta una escarapela que se amarillenta con el paso del tiempo, como la misma memoria y competencia del que lo posee: “En todo lo que ofrece grados –decía José Ingenieros-, hay mediocridad”.

La preocupación por la incompetencia profesional no se limita a la matriz del sector público y privado: invade como un virus que se autorreproduce con la velocidad expeditiva del rayo, a la empresa privada, sindicatos, clubes deportivos, partidos políticos, cofradías de intelectuales, gremios de toda suerte, periodistas, iglesias y, desde luego, al sector educativo, del que Peter y Hull subrayan por alguna razón de la que uno puede percatarse, sin sondear profundamente las causas.

Desde luego que todo mundo desea ascender en la escala del “zoo humano” como decía el escritor naturalista, Desmond Morris. Cada quien tiene derecho a soñar y acercarse a esa quimera que, como tal, le aviva las ganas de seguir existiendo. Pero una cosa es querer y otra poder. Desde luego, la falta de competencia no solo nos es dada por lindes intelectuales, sino también por cuestiones genéticas. Hay quienes se esfuerzan para ir un poco más allá de lo que atesora en su mente, pero las mercedes que le ofrece la naturaleza son bastante restringidas. Y debe ser así para que el mundo siga girando como lo ha hecho hasta ahora.

Pero hay algo terrible en todo esto: si el mediocre descubre un talentoso que se sale de los parámetros institucionales, no duda un instante para descalificarle o apartarle, si eso fuese posible. Como todos saben, el talento y la creatividad son sinónimos de rompimiento de las reglas y hasta de las leyes en el buen sentido de la intención. Para el mediocre, la rigidez de las normas y la ortodoxia institucional son los lugares más seguros donde guarecerse de la alteración social que crea incertidumbre en él. Por eso se asocia en cofradías.

Pero no pasa mucho tiempo para detectarse su impericia y su inepcia. Ninguna organización crece cuando el incompetente direcciona los procesos y las personas. El gobierno baja en popularidad y legitimidad cuando el mediocre ocupa la silla presidencial; el deporte jamás es laureado con ninguna presea cuando los dirigentes entran en esta taxonomía; las universidades mantienen un bajísimo nivel académico, los sindicatos y los gremios populares se tornan en paraísos para traficantes de las necesidades y aspiraciones de las masas; la soberbia en los intelectuales deviene en un flácido vanguardismo; en fin: la sociedad resulta en desgracia y en subdesarrollo cuando el destino de esta pasa por los dictámenes y pareceres del imperio de la medianía.

Por todo lo anterior -y porque lo tienen bien ganado-, estas humildes palabras, con las restricciones del caso -huelga decirlo-, van dedicadas a los mediocres y a su incompetencia manifiesta, que se ha vuelto parte del paisaje cotidiano de nuestras vidas, y porque no nos queda otra más que soportarlos.

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