El principio de la alternabilidad y la promesa constitucional



El principio de la alternabilidad y la promesa constitucional

Por Edmundo Orellana
Catedrático universitario

Nuestros constituyentes, desde 1894, instituyeron el principio de la alternancia en el ejercicio de la Presidencia de la República. Forma parte de nuestra cultura política. Por eso, cada vez que un gobernante decide violar este principio, el orden público se altera. Esta fue la causa principal de la guerra civil en 1924.

Al asumir el cargo, el presidente electo tiene la obligación de prestar juramento ante la autoridad constituida. Nuestra Constitución dispone que si no puede prestarlo ante el presidente del Congreso Nacional ni ante el presidente de la Corte Suprema de Justicia, “podrá hacerlo ante cualquier juez de Letras o de Paz de la República”.

Este juramento se integra con la promesa de fidelidad a la República, es decir, con el compromiso de respetar los principios y valores que postula este régimen político, por una parte, y, por otra, con la promesa de cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes, esto es, el compromiso de someterse incondicionalmente a la Constitución y a las leyes y velar porque los demás también se sometan.

El juramento, entonces, es la declaración solemne de cumplir con un compromiso de vertientes políticas y jurídicas cuyo hondo sentido tiene raíces históricas y también valor contemporáneo. Históricas, porque en él se encontró la fórmula por la que los reyes se comprometieron con su pueblo a gobernar sabiamente y a no abusar del poder. Lo que no ha dejado de tener vigencia, ya que, con su prestación, dice el maestro Mortati, se “opera la investidura del electo en las funciones”, de modo que, como afirma Bidart Campos, “es un requisito que hace a la validez del título de jure del presidente. Si se negara a prestarlo, o si hiciera asunción del cargo antes de prestarlo, el título presidencial quedaría viciado y, por ende, sería “de facto”.

En la edad media, el gobernante tenía compromisos religiosos y civiles. Los primeros venían de su supuesta condición divina, cuyo cumplimiento tutelaba la iglesia; los segundos, los adquiría al momento de prestar el juramento con sus súbditos. “La desviación tiránica del gobernante absolvía a los gobernados del juramento de fidelidad prestado. De donde el juramento real, que se prestaba previamente al juramento de obediencia de la comunidad, cobraba la categoría de una obligación pactada bilateralmente”, nos ilustra el jurista Bidart Campos.

“El juramento prestado e incumplido equivale a “violación” de la Constitución, sigue diciendo Bidart, no se cumple cuando, quien lo prestó, quebranta el orden constitucional a cuya observancia -propia y ajena- se comprometió con juramento”, para luego señalar que la historia constitucional ofrece innumerables ejemplos de la importancia de la fórmula constitucional, ya que “desde la antigüedad se ha conocido con nombres diferentes y sucesivos el “delito de alta traición” -el perduellio y el crimen magestatis- para tipificar la conducta del gobernante que, desde el poder y en uso de él, conculca gravemente sus deberes públicos y quebranta el orden y la estructura del estado que preside”. “La subversión violenta del orden estatal es la máxima transgresión al juramento prestado”, concluye el maestro argentino.

Y al respecto, Policarpo Bonilla nos ilustra en los términos siguientes: “Si todos los funcionarios públicos, al prestar esta promesa, se penetrasen de su sentido y de toda su importancia; si al leerla no lo hiciesen como una recitación, sino pesando cada una de sus palabras, y creyesen haber contraído un compromiso de honor, cuya violación les acarrease la infamia y el desprecio de sus conciudadanos; entonces no tendríamos más luchas que las del estímulo en el cumplimiento del deber, y la marcha del gobierno sería pacífica y regular, y ningún abuso del poder podría consumarse”.

Con su pretensión de ser presidente nuevamente en flagrante violación al Principio de Alternabilidad en el ejercicio de la Presidencia, el gobernante incumple su juramento de ser fiel a la República y cumplir la Constitución. En otras palabras, violó lo que se comprometió a respetar y a defender con su honor; rompió, pues, el pacto de buen gobierno y de no abusar del poder. Perdió, por consiguiente, el título que legitima su investidura e impone al pueblo el deber de obedecer al gobernante.

Comportamiento que el famoso artículo 239 constitucional sanciona con la cesación inmediata del cargo y el artículo 4 tipifica como delito de Traición a la Patria. En esa línea, el artículo 3 libera al pueblo de su deber de obedecer al gobierno cuando este usurpa el poder, entendiendo por este el que se asuma o mantenga “usando medios o procedimientos que quebranten o desconozcan lo que esta Constitución y las leyes establecen” y, a su vez, reconoce su “derecho a recurrir a la insurrección en defensa del orden constitucional”.

No es de extrañar, entonces, que la Conferencia Episcopal nos invite a no votar por quienes han violado el juramento de cumplir la Constitución.

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