El que ama a su país

El que ama a su país
Editorial La Tribuna

COMO del estado de ánimo depende todo lo demás, en este espacio editorial hemos estado compartiendo con el amable lector visiones de mayor aliento, que corten la espesa atmósfera de desconcierto que invade al país. Como decíamos ayer, debemos cambiar ese semblante de luto que consume a la sociedad, la atmósfera nublada, como de cielo encapotado, que confronta a unos con otros. Desterrar esa instigación al odio que tanto daño ocasiona. Que a todos roba las posibilidades de futuro y los horizontes de esperanza. Ese temperamento amargado de una porción de la comunidad, a la que de repente le brota ese sentimiento rencoroso contra su vecino o, en el caso de los políticos contra el adversario. Esas actitudes negativas de muchos que todo lo ven mal o juzgan que no haya nada que no esté podrido. La falta de orgullo a lo propio para implorar que de afuera vengan extranjeros –a los que se les acredita mayor credibilidad– a arreglar los problemas internos del país, como si no hubiesen hondureños valiosos capaces de aportar soluciones. Una ingrata declaración de desahucio; de inutilidad nacional. Es como una mentalidad derrotista que provoca –aparte de otros factores del atraso inveterado– que el país permanezca anclado sin ansias de levantarse de su parapléjica postración.
Por ello –aparte de brindar nuestras modestas luces– hemos recurrido a las reflexiones de líderes espirituales y otros guías meritorios del conglomerado. El cardenal Óscar Andrés Rodríguez –quien ya antes había hablado de la “METANOIA”, o el cambio de rumbo, de dirección; “la transformación del corazón y de la mente a manera positiva”, como necesidad urgente para restaurar los espíritus– exhortó a los capitalinos a “reconstruir un tejido nuevo entre todos los ciudadanos, un tejido social que ha quedado dañado por el mal y por el odio”. Pues bien, en su mensaje a los graduados de Unitec, el rector de esa universidad se dirigía así a los jóvenes: “¿Cuál debe ser nuestra actitud, nuestra postura –pasiva o activa–, cuál debe ser nuestra reacción? Es decir, ¿podemos indignarnos con una actitud pasiva pensando que la corrupción y la impunidad siempre han existido en nuestro país y nada podemos hacer, que nada cambiará y que todo está perdido? ¿O podemos indignarnos quejándonos abierta e inclusive violentamente, rechazando toda solución o diálogo, protestar alzando la voz bajo la premisa que todo está corrompido, podrido desde sus cimientos, tanto a nivel institucional como personal y por tanto solo el descrédito y destrucción de las instituciones es la única solución viable? ¿O por el contrario, podemos indignarnos mostrando un sentido y amor patrio cuya coyuntura actual nos da esa posibilidad casi única de demostrarle a la patria cuánto se le ama?”.
“No importa si para otros Honduras es fea, mala o pequeña pero es nuestra y solo nuestra por lo tanto es bella, buena y grande. El amor incondicional al país es la más grande demostración de indignación que podamos expresar ante quienes lo ofenden y le hacen daño. El amor construye, no destruye. El amor une no fragmenta. El que realmente ama a su país, no solo en septiembre e hipócritamente, sino todos los días del año y genuinamente, es incapaz de permitir o contribuir a su destrucción. El que ama a su país acepta sus múltiples defectos y trabaja incansablemente para corregirlos. Y se ama al país desde los pequeños detalles, en sus tradiciones y costumbres, en su historia, su comida, sus caminos, su gente. Se ama cada espacio de nuestro terruño, cada sendero de esa Honduras profunda que muchas veces tendemos a olvidar, o lo que es peor, a ignorar, pero que está allí, cerca –cerquita–, sola y abandonada casi implorando por nuestra solidaridad y participación activa en pro de su desarrollo y bienestar”.


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