América rural

América rural
Editorial La Tribuna

EL continente americano, sobre todo el de raíz latina, ha registrado cuando menos tres momentos de “descubrimiento” clave. El primero es de tipo oficial con la llegada del famoso Almirante en 1492. El segundo ocurrió con los procesos de independencia en que las élites criollas se vieron en la tremenda circunstancia de tener que gobernarse y desgobernarse a sí mismas, creando próceres y caciques separatistas y anarquistas por todas partes. Luego otro singular “descubrimiento” se registra cuando los grupos de criollos y mestizos implementan, a finales del siglo diecinueve, las reformas liberal-positivistas, y redescubren asombrados que los vastos territorios latinoamericanos están despoblados, y que por consiguiente es difícil poner en marcha los proyectos agrícolas e industriales que les permitieran insertarse, con algún margen de éxito, en el mercado mundial, razón por la cual hacen llamamientos a los colonos europeos, es decir, a una nueva mano de obra pujante, para que vinieran a trabajar a estas apartadas comarcas, que algunos teóricos del siglo veinte bautizaron con el nombre de “fronteras vacías” o “tierras de nadie”.
De hecho está por ocurrir un cuarto redescubrimiento, que los nuevos mapeos geodésicos y turísticos dibujan a todo lo largo del subcontinente. Se podría redescubrir que los paisajes rurales de América Latina son harto impresionantes, muchas veces desaprovechados por los regímenes tradicionales de propiedad y por una actividad agropecuaria extensiva y bicultivista, que tiende a desgastar los suelos y a afear un poco los hermosos parajes semi-ocultos en cualquier rincón latinoamericano, incluyendo los parajes de Honduras, un país pobre con grandes potencialidades que todavía está por autodescubrirse. Estos paisajes inmensos, en algún momento cercano de la historia, habrán de llamar la atención de los habitantes de los países superpoblados como los de Europa, Asia y posiblemente África, quienes primero llegarán como turistas curiosos, seguidamente como empresarios y más tarde como pobladores de variado emprendimiento.
Quizás los más interesados en repoblar el subcontinente latinoamericano sean los japoneses, los chinos y, finalmente de nuevo, los europeos, que fueron un factor determinante en el proceso de amplio mestizaje histórico-cultural (durante más de tres siglos), que precisamente hoy observamos. Hay que suponer que el retorno pactado de los europeos registraría sus ventajas y desventajas, habida cuenta de los prejuicios de ambos lados del Océano Atlántico, y de la necesidad de flexibilizar los esquemas culturales que se han enraizado en los habitantes de ambos mundos. Los chinos, por su parte, tendrían que aprender que ellos no son ni pueden ser el ombligo del planeta, y que los recursos naturales existen para ser compartidos y no solamente para ser depredados en términos industriales, como pareciera ocurrir, ahora mismo, en algunos puntos neurálgicos del África subsahareana. Los japoneses son más diplomáticos y llegan con mayor tacto a estas tierras por redescubrir. Habría que ver cómo se comportan los coreanos y los rusos.
El caso de los hondureños es especial porque deben aprender nuevas cosas en casi todos los ámbitos del conocimiento, tanto teórico como práctico. Para empezar debemos aprender a tratar en forma correcta a los turistas, desde las aduanas hasta llegar a los taxistas, que muchas veces desean hacerse “ricos” con una sola carrera, aprovechando las apariencias y el desconocimiento del idioma español de los visitantes. Son tan problemáticos nuestros taxistas que se vuelven oportunistas en una simple tarde lluviosa para exprimir los bolsillos de sus propios paisanos. Hay, naturalmente, excepciones de la regla. Aquí, pues, están como a la espera de los buenos visitantes, los paisajes indescriptibles del continente americano, incluyendo los bellos relieves de Honduras.

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