La odiosidad

La odiosidad
Editorial La Tribuna

ATRÁS quedaron aquellos años cuando Honduras –si bien exhibía las cifras habituales de delincuencia de un país subdesarrollado– era un lugar donde se podía salir tranquilamente y disfrutar de un ambiente de relativa paz y concordia. Los vecindarios eran más o menos seguros y se podía andar afuera –caminar, transportarse en buses o en “treinteros”, ir a los parques, detenerse a platicar con un amigo– sin temor a ser víctima de una fechoría. Siempre con el cuidado de no ingresar a zonas peligrosas o a sitios de mala muerte, donde los índices delincuenciales eran más altos. Pero, en términos generales, la vida era apacible. El clima que se respiraba, en los hogares, en las escuelas, en los negocios, en el trabajo, en las calles, era relativamente seguro. Abundaba la gente de buena voluntad. El trasiego de la droga y la violencia provocada por las “maras” y el crimen organizado –que ahora la autoridad está combatiendo con mayor éxito– cambiaron mucho el panorama.
Se perdió aquel modesto remanso de paz del que alguna vez disfrutaron sus habitantes. El país llegó a ser uno de los más violentos del mundo. Sin embargo la tendencia ha comenzado a revertirse gracias a la inversión de una fuerte suma de recursos –casi todos derivados del sacrificio interno porque los socios y la cooperación internacional aportan su asistencia a cuentagotas– la mayor eficiencia de los operadores de justicia en el cumplimiento de sus obligaciones, mejor investigación, más equipamiento de la Policía y otros cuerpos uniformados, mayor capacidad tecnológica del Estado, revisión de los sistemas de seguridad y de las leyes, como la depuración de instituciones públicas antes coludidas con el crimen. Las alarmantes estadísticas de homicidios se han reducido. Otros delitos se combaten con mayor esmero y, las capturas de asesinos, delincuentes y facinerosos, son mucho más frecuentes, cuando antes la impunidad campeaba. Lo anterior es una evidencia que hay progreso. Aún así todavía el país está lejos de alcanzar un nivel donde la ciudadanía puede sentirse a gusto.
Sin embargo hay otro tipo de violencia. Inconcebible que a ese extremo haya llegado la odiosidad en el país. Matar a alguien crucificándolo a cuchilladas por intolerancia, en mucho refleja este clima de descomposición social que a cualquiera deprime. Si hay algo que ha hecho mucho daño al país fue esa instigación de odio durante aquel conflicto político. Los estertores de esa nociva conducta todavía se evidencian en ese lenguaje pesado de taberna utilizado por ciertos políticos y pendencieros para descalificar a sus adversarios o a cualquiera que disienta de su fanatismo. ¿Pero llegar al exceso de quitarle la vida a otro por extremismos? Quizás, en su obcecación, quienes alimentan estos odios, esta animadversión contra el prójimo –solo con escuchar a esos furiosos insultando, atacando, maldiciendo– no miran el tremendo daño que se hacen ellos mismos y a Honduras. Ignoran, por supuesto, las terribles consecuencias de esa intolerante ofuscación.

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