La democracia: gobierno de pocos



La democracia: gobierno de pocos

Por: Héctor A. Martínez
(Sociólogo)
Cuando se es niño, uno cree que los padres y los adultos son infalibles en todo lo que hacen. La percepción del niño sobre el mundo de los adultos, estriba en que para estos, no existen los imposibles; que esos titanes que parecen ser de otra estirpe –lo que sea, menos humana-, pueden resolver cualquier obstáculo que se les presenta en la vida familiar. De ahí la aparición de la figura paterna o materna como símbolo de poder y de autoridad incuestionable. También lo es el mito del héroe.

Algo similar ocurre con la política y con los especialistas que hoy en día se conocen con el apelativo de “tecnócratas”. En el caso de los políticos, les hemos concedido el poder de dirigirnos sin controvertir su papel en la sociedad y la función cuasi divina que les ha sido encomendada desde el siglo XIX. Nuestro sometimiento incondicional se asienta en dos factores incuestionables desde todo punto de vista: primero, en el reconocimiento honesto de que somos ignorantes con respecto a “los que saben” y, segundo, en el vasallaje y la obediencia a esos a quienes suponemos seres exclusivos destinados -por alguna razón que aún no sabemos-, para capitanear el barco del Estado y la sociedad en general. Estamos hablando de los políticos, desde luego.

No dudamos de las prescripciones de los eruditos ni de la magia con que las ciencias aplicadas han transformado el mundo en los últimos treinta años. Sin embargo, nuestra desconfianza hacia lo político y los políticos va “in crescendo”, a medida que presenciamos la ineficacia de las prescripciones. La felicidad prometida tendrá que esperar quien sabe por cuantos siglos más, mientras aparezca la fórmula que lo resuelva todo. Para nuestro pesar, la fórmula no asoma la cabeza en lontananza. Los anarquistas como Bakunin o Kropotkin eran de la idea de suprimir el poder del gobierno porque miraban en la democracia liberal un verdadero fraude. Los anarquistas, a pesar de ese justificable conjunto de ecuaciones para salvar la sociedad, jamás encontraron la fórmula final para cambiar el rumbo de la historia. De ahí que su propuesta se diluyó en el mundo de la utopía, trampa en la que cayeron, tiempos después, los marxistas.

Los políticos de América Latina sí que encontraron la fórmula. Se han arrogado para sí, el derecho exclusivo de dirigir la sociedad, no solo porque consideran que la política es una ciencia, sino también porque los asuntos humanos –como decían los griegos-, se los hemos puesto en bandeja de plata para que puedan disponer de nuestras vidas, bajo la suposición que solamente ellos pueden entender los enredos institucionales. Toda la maquinaria de la democracia, después de más de doscientos años de pruebas a ensayo y error –con más errores que otra cosa-, ha devenido en una corrupción de sus propios fundamentos a tal grado que tanto la teoría como la práctica democrática, entendida como un mecanismo de participación ciudadana y de inclusión social, se ha convertido en una receta fallida que alguien inventó -vaya usted a saber-, con que malévolos designios.
Cuando un político que ha resultado electo dice que se ha cumplido la voluntad popular, o que, según él, la sociedad necesita que se prolongue en el poder por un período más de lo que prescribe la carta magna de su país, está aduciendo que solo él y su equipo sabe cómo tratar con los asuntos más cruciales de la sociedad. Los demás no saben nada.

Buena parte de la culpa la tiene la filosofía política y las ciencias sociales que se han dedicado más a criticar que a construir. Ciencia social y realidad social se divorciaron hace mucho tiempo. Lo más grave de ello, es que los políticos nos prescriben soluciones que emanan, precisamente, de una imagen irreal de la sociedad, travestidas en forma de planes y programas que no tienen nada que ver con la realidad de una sociedad. Y sobre la base de esa quimera –o más bien de ese engaño-, es que los políticos nos exigen sumisión y obediencia, caso contrario, habremos de sentir el peso de su derecho más soberano que es la represión, el exilio, la marginación y, quién sabe, hasta la muerte misma. Por ello lo más conveniente resulta apegarse al equipo a través de la afiliación, la cooperación, la apologética, y el silencio, que también cuenta.

La prolongación en el poder, por ejemplo, es una vuelta al absolutismo imperante de la época colonial. Una incapacidad manifiesta de la democracia latinoamericana que jamás, nadie imaginó, se estrellaría contra los muros de la complejidad demográfica y las crisis sociales que han aflorado con el paso del tiempo. Con la asfixia –inducida por camarillas oligárquicas- de la democracia, las élites latinoamericanas han encontrado en la omnipotencia del político y el cesarismo absolutista, la fórmula secreta que tanto se había buscado desde hace años. Y, finalmente, hasta la filosofía y las ciencias políticas parecen haberse desdibujado frente a la exuberancia e imposición de los grupos de poder que han suplantado, en cuestión de veinte años, la verdadera esencia del arte democrático, problema que hasta el mismo Locke se quedaría frío al atestiguar en dónde quedaron sus propuestas.

El nuevo concepto de la democracia es, pues, el gobierno de unos pocos para unos pocos. Las ciencias sociales y la filosofía tendrán que encontrar una mejor respuesta a ese adefesio del siglo XXI.

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