Nasralla: modelo de Kierkegaard

Nasralla: modelo de Kierkegaard

Por Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

No hay duda de que Salvador Nasralla, candidato por la Alianza Opositora, es todo un fenómeno. Y lo es porque, de no ser así, las baterías del poder no estarían cotidianamente enfiladas sobre su humanidad. Los obuses mediáticos que recibe a diario, solo pueden compararse en magnitud, con la descarga de condenas que recibe las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. Y hay razones fundamentalmente psicológicas en ambos casos: la extravagancia provoca incertidumbre, y con la incertidumbre, se genera el miedo. Además, hay otras cosas de por medio, quizás la más importante: Nasralla tiene arrastre: es más carismático y es más seguido, sin duda, que sus “enemigos” políticos -al decir de Carl Shmitt-.

El encono contra el sibarita presentador de la televisión hondureña, tiene otros matices: la postura de Nasralla es la de un sabihondo consumado. Su ego, bastante inflado, provoca recelo y admiración entre sus congéneres. De no ser por su trayectoria televisiva en la que vive apasionadamente el mundillo del fútbol nacional -exaltación número uno de los hondureños y no la política de marras como nos quieren hacer creer algunos-, no me cabe la menor duda que Nasralla no tendría cabida en las preferencias de los hondureños. Pero ocurre todo lo contrario: la gente le admira tanto por su porte que expresa “superioridad” hasta por la forma en que se viste, sus poses, su manera de hablar y el desdén contra todo aquello que huele a baja cultura y vulgaridad. Su personalidad, desde luego, no es soluble con el potaje politiquero de nuestro medio.

Su masculinidad no calza con el prototipo del macho “catracho” y las chanzas en torno a su personalidad provienen por la incógnita que representa su vida privada, lo que genera envidias, suspicacias y toda suerte de execraciones que le imputan sus enemigos gratuitos. También tiene terribles defectos, como el desbocarse fácilmente frente a las cámaras, una de las trampas que su propio yo -al decir freudiano-, le impone cruelmente, y que se vuelve su enemigo en los momentos cuando más ensamblado debe permanecer en su estructura psicológica.

Impulsado por un patriotismo que, cualquiera, con un poco de lectura, entusiasmo y hastío contra la podredumbre del “establishment” inspiraría a tomarse las calles por asalto, Nasralla dejó en segundo plano la comodidad que le brinda la televisión y los eventos de belleza, para adentrarse en un mundo donde imperan las argucias, el timo y la perfidia, es decir, el veterano “showman” decidió restarle años a su vida y se metió de lleno a la política.

Como diría Kierkegaard en su “Diario de un seductor”, Nasralla dejó su hedonismo de esteta consumado, para saltar a otra etapa de su vida donde todo se cuestiona: el confín de la ética, la contestación viviente de todo sistema que inspiró a buena cantidad de revolucionarios a sublevarse contra la esclerótica rigidez del sistema político latinoamericano. Pobre de él: decidió adentrarse en un barrio nada beato, poblado por impíos y mañosos, para ver si puede borrar por la vía de los decretos y de imperiosos mandatos, el pútrido y eterno quiste de la corrupción estatal.

Nasralla creyó que elegirse para el alto cargo de la nación era como participar en un concurso de belleza: eso mismo de transitar por una pasarela para que un jurado popular lo eligiese como el mejor de todos. Lejos de ello se encontró en un campo minado, pletórico de trampas y de perversiones, provenientes de un poder que ni él mismo puede imaginar y que, difícilmente, le dejaré sentarse en el trono del Estado.

A Nasralla le sucede como a Henry David Thoureau, el escritor norteamericano del siglo XIX y gran crítico del sistema político de su país: a pesar de su constitución moral y su proyectada imagen de esteta refinado, terminará odiando la mismísima sociedad, y optará por retirarse del todo, para adentrarse en la última etapa del hombre desesperado de Kierkegaard: la elección religiosa: el último reducto del ser ético que no ha encontrado más que desdicha y angustias. Pero esa habrá sido su mayor y mejor elección, una muy distinta a la de aquel seductor que un día dispuso luchar contra la corrupción de su sociedad, creyendo en quijotes y “desfacedores” de entu

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