“El centinela del General Morazán”

“El centinela del General Morazán”

Por: Dagoberto Espinoza Murra
Hace muchos años, en una clase de Psiquiatría, al abordar el tema de las psicosis (más conocidas como locura), me tomé la libertad de discutir con los alumnos trozos de un interesante trabajo periodístico, escrito por el historiador nacional Salvador Turcios Ramírez, publicado en 1936 con el título que sirve de encabezamiento a este artículo.

Uno de los alumnos leyó: “Entre los muchos jóvenes estudiantes que llegaron a San Salvador en aquella época (1904), recordamos especialmente a Miguel Banegas, un adolescente humilde, discreto, estudioso, que era hermano nada menos que de Paulino Banegas, el Robespierre de la juventud hondureña de entonces; buen escritor y ardiente orador de palabra flamígera, que tanto luchó en las lides intelectuales del unionismo”.

Otro alumno, para ir tomando nota de algunas características de la personalidad del sujeto en estudio, escribió en la pizarra: “Adolescente humilde, discreto, estudioso”. El encargado de la lectura de los párrafos señalados, prosiguió: “Al cabo de pocos años varios regresaron a su tierra ya hechos profesionales; otros partieron para otras latitudes y los demás se quedaron establecidos en aquella capital, siendo uno de estos Miguel Banegas, quien, por una de esas trágicas aberraciones de la vida, después de ser un dechado de corrección, tuvimos la pena de verle, allá por el año de 1908, entregado por completo a la disipación, lleno de dolor y amargura…”.

Estos datos fueron escritos en el pizarrón y la lectura continuó así: “Cierto día, alguien conocido nuestro nos dice: Frente a la estatua de Morazán hay una aglomeración de gente; quién sabe qué pasa. Inmediatamente nos encaminamos al sitio indicado y cuál no sería nuestra sorpresa al ver a Miguel Banegas en un estado lamentable, pálido, cadavérico, con el pelo desgreñado y largo; con el traje sucio y en una especie de sonambulismo, paseándose militarmente frente a la estatua del General Morazán, llevándose la mano derecha al lado de la sien del mismo lado y chocando un zapato con el otro como es de ordenanza el saludar al superior inmediato”.

Uno de los alumnos -muy estudioso por cierto-, interrumpió al lector para aseverar que ya tenía el diagnóstico. Le pedimos siguiera escuchando para conocer otros detalles y que, al finalizarse la lectura del artículo, todos tendrían la oportunidad de discutir el caso y, después, emitir una opinión diagnóstica. En el aula había absoluto silencio, pues siempre se guarda respeto por los pacientes que se presentan o por el nombre de aquellos fallecidos, cuya biografía ilustra algún padecimiento psiquiátrico.

El artículo continúa así: “Así pasó más de una hora ante la expectación de los numerosos curiosos que se habían aglomerado… hasta que la Policía intervino conduciéndolo a la dirección del ramo, en donde se comprobó que había perdido la razón por varias causas… y se dispuso su traslado al manicomio general del barrio de San Jacinto. Lo curioso del caso es que muchos meses después de esto, fue este cronista a visitar el manicomio, sin pensar para nada que pudiera encontrarse todavía en aquel centro de caridad Michel Banegas -como le decíamos familiarmente-.

“…Y nos costó mucho creer que uno de los enfermos, el más alto, era Miguel, pues parecía transformado en un verdadero carbón humano, tan negro estaba, por estar poseído entonces de la monomanía de estar viendo constantemente el sol, completamente descubierto, al cual hacía reverencias y saludos de cumplida pleitesía y de profundo respeto… y tal vez -decimos nosotros- como sustituyendo su pasada obsesión de saludar y reverenciar la estatua del General Morazán, a quien él, como buen hondureño, en sus pasados ensueños juveniles, consideraba como el astro rey del radioso cielo de la patria centroamericana”.

La discusión duró más de lo acostumbrado, pues cada alumno con un dejo de tristeza por la suerte del compatriota morazanista emitió su opinión, basándose en un manual de clasificaciones de los trastornos mentales, muy en boga en esos años. Como faltaban algunos datos, el diagnóstico fue provisional.

Vienen estos recuerdos al leer un sugestivo trabajo del abogado Alejandro Rivera Hernández, con el mismo título de este artículo y que aparece en su libro “Un toque de suspenso”. Esta valiosa obra me la obsequió el hijo del autor, también abogado, Rodil Rivera Rodil, con quien compartimos experiencias en las lides estudiantiles universitarias y, años después, en el movimiento progresista del Partido Liberal, el M-Líder. Con la información que aparece en la reseña del gran escritor Rivera Hernández, nos resulta más comprensible el padecimiento del compatriota Banegas, quien me inspira mucho respeto.

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