Abruptos peñascales

ABRUPTOS PEÑASCALES

PARECIERA una frase poética. Pero más bien se trata de la primera impresión que alguien pudiera recibir al sólo llegar a Tegucigalpa, con sus colinas dispares, cerros altivos, deslizamientos alternos, aluviones, ríos, quebradas, riachuelos torrentosos y sus depresiones tectónicas, que hablan de los plegamientos geológicos y los movimientos volcánicos ocurridos hace millones de años. Es algo que le imprime carácter especial a la capital de Honduras. Porque al carácter geológico se suma una escenografía de pueblo minero de la época colonial, que tuvo que improvisar las angostas callejuelas, como si se tratara de esos “burgos” de la era medieval europea, que hoy son tan apetecidos por los turistas, de exigencias culturales añejas.
Tegucigalpa configura una ciudad de ámbitos gemelos, con más de cuatro siglos de historia, que se diferencia fuertemente del resto de las capitales centroamericanas. La disparidad de sus terrenos y los rincones obsequiosos de los principales focos históricos, hacen que la capital de Honduras exhiba el carácter aludido ante los ojos exigentes de un visitador foráneo o de un simple espectador nacional, detenido en apreciar los valores internos, sin aquellas prisas que impone la modernidad contemporánea. Lastimosamente los tugurios o barriadas de los últimos cuarenta años, tienden a desfigurar el panorama acogedor de los tiempos ya idos. Pero algo se conserva, que vuelve a Tegucigalpa una de las ciudades más interesantes del estrecho centroamericano; o inclusive del subcontinente.
Las comparaciones inmediatas con Tegucigalpa solamente son posibles con otras pequeñas ciudades mineras del interior del país. Un caso análogo es con la ciudad de Yuscarán, por la irregularidad de su terreno, por las callejuelas curvas y por la belleza de sus casas con tejados coloniales y paisajes imprevistos. En los mismos alrededores de la capital se encuentra localizado el precioso pueblo de Santa Lucía, con unas callejuelas “medievales” y unos miradores espectaculares. En el occidente de Honduras se localiza Santa Rosa de Copán, una preciosa ciudad, de calles empedradas y de posible origen tabacalero, cuyo único defecto es el problema de la escasez de agua potable. Y así sucesivamente, encontraremos municipios y poblados dispares en diversos puntos del país, fundados o improvisados, sobre las estribaciones de los imponentes cerros, montañas y colinas, tales como Trujillo, La Campa y Gualcinse, de abruptos peñascales y de una belleza topográfica indescriptible.
Lo extraño es que a pesar de tanta belleza y carácter, los hondureños hayamos hecho tan poco por llamar la atención de los mismos paisanos que cruzan indiferentes ante la espectacularidad de sus panorámicas o ante las propias reliquias históricas, que tienden a ser mejor evaluadas por los visitantes extranjeros, algunos de los cuales son amigos de llevarse “lo ajeno”, ya sea mediante atracos esporádicos o compras sobre la marcha, “a precios de gallo muerto”, como ocurre en las zonas fronterizas del occidente del país, en donde los forajidos buscan la manera de asaltar iglesias coloniales y de llevarse algunas joyas invaluables. Tal indiferencia se expresa también cuando se trata de los archivos históricos que son maltratados, eliminados o quemados deliberadamente, por los mismos paisanos, incultos e insensibles, hasta la saciedad.
Pero siempre existe un momento para recapacitar y reconsiderar todo lo nuestro, desde los peñascales, ríos y follajes; añadiendo los monumentos arquitectónicos, grandes y pequeños; hasta llegar a los folios ignotos de los archivos polvorientos escondidos en las penumbras del olvido. Cada detalle puede contribuir al engrandecimiento de Honduras.

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