La marcha
LA MARCHA
1 diciembre, 2014 Sección Editorial La Tribuna
LA relativa paz y tranquilidad en que vivíamos fue lo que durante mucho tiempo nos diferenció de otros países más agitados social y políticamente. Hasta que el crimen organizado, los carteles de la droga y las pandillas delictivas se apropiaron de aquel remanso de paz para convertirlo en un infierno. Tanto costó separar la Policía del Ejército para profesionalizarla y convertirla en una institución más respetada al servicio de la comunidad para que todo ese camino andando sufriera retroceso. De pronto se malogró toda la dedicación que tomó restaurar, adecentar y elevar la confianza en los entes de justicia que velan por la seguridad y combaten el delito. El odio instigado por nocivos –hasta que lo hicieron estallar en una crisis política– terminó por destartalar las frágiles instituciones ya bastante menoscabadas por díscolos y políticas erráticas de algunos gobiernos.
Así que va a tomar tiempo reparar todo lo que estropearon. Un abanico de medidas –algunas acertadas y otras cuestionadas–están permitiendo que el Estado vuelva a recuperar terreno perdido a la dañina infraestructura delictiva. Pero el problema es más complicado y sus raíces son más profundas. Se requiere, aparte de mejorar la capacidad de los entes estatales para enfrentar las amenazas, de permear en las actitudes colectivas y en la conciencia de la gente. Las acciones tienen que ir más allá de lidiar con el crimen una vez cometido, trabajando en lo que se ocupa para prevenirlo. La situación de desamparo en que se encuentran inmensos sectores del país es una de las mayores fragilidades que debe revertirse. Esa monumental tarea compromete a todos por igual.
No se trata de un emprendimiento en que el gobierno deba asumir aisladamente una responsabilidad como si nada tuviera que ver el resto de la sociedad. La violencia es algo que a todos afecta y que a todos incumbe. ¿Qué hacen todos esos individuos y grupos que pasan quejándose de este horrible flagelo –aparte de ocupar las redes sociales para expulsar su cólera hasta con palabras soeces que retratan su naturaleza–para mejorar la deplorable situación en que se encuentran sectores vulnerables o para brindar oportunidades que hagan una diferencia en compatriotas proclives a buscar los atajos desesperados por su precaria condición. ¿Cuántos pertenecen a grupos de voluntarios en sus barrios y colonias dedicados a llevar alivio y esperanza a gente en necesidad? ¿Qué aportan en la solución del problema? Hay muchos que no pasan de maldecir y de espantarse por lo que nos sucede, sin que ello los motive a mover un dedo y ofrecer su concurso para ayudar a remediarlo. Es la posición cómoda de gente indolente creyendo que la obligación es ajena y que la culpa es de otros. Sin reparar que también sea suya, porque nada ha dado que coadyuve al bienestar de las mayorías desvalidas.
Esa marcha por una Navidad en paz, organizada por la Casa de Gobierno y la Oficina de Estrategias y Comunicación, es un buen comienzo para generar conciencia. Es una muestra que ya mucha gente comienza a tener más confianza que se puede superar el terrible problema de la inseguridad. La expresión multitudinaria de una aspiración: “queremos vivir en paz”, debe tener un desenlace realizable. De allí, para que el admirable acto no quede en espectáculo de un día, lo que se esperaría –aparte de multiplicarlo en otros lugares– es que cada uno de los que acudió a la marcha, los observadores pasivos que la sintonizaron y, sobre todo, los apáticos que ni cuenta se dieron que hubo manifestación positiva en la capital, se involucraran en atender las inmensas necesidades del país y de la gente. Para entonces convertir la súplica “queremos vivir en paz” en acciones. En compromiso compartido de todos los días.
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