Luces altas y luces bajas

LUCES ALTAS Y LUCES BAJAS

26 enero, 2015 Sección Editorial La Tribuna


ESO que acaba de suceder fue algo raro. Con la magia de alegrar a unos y a otros. Extraño que bandos enfrascados en combate decisivo salga cada cual por su lado alborozado después de una brutal colisión. Una explosión de algarabía, abrazos efusivos, puños elevados celebrando la derrota del adversario entre los grupos de oposición –por fin lo pusimos en su sitio–cuando el recuento de votos frustró la ratificación del decreto. En el otro frente, el consejo de ministros reunido, anticipando el resultado adverso –sonrisas de oreja a oreja– con un acuerdo de plebiscito ya preparado. Una consulta popular para dilucidar el controvertido tema de la Policía Militar. La historia enseña repetidamente que la guerra no se gana sin estrategia o que el desenlace no depende de una escaramuza. En política, cuando hay neblina y el terreno es accidentado –igual a la realidad– si se navega solo con luces bajas, se corre el riesgo de no mirar el precipicio que, de repente, aparece enfrente. Pero al cambiarlas, intentando penetrar la densa bruma, el reflejo de las luces altas deslumbra, impidiendo ver el obstáculo inmediato (la vaca, el chucho o el venado) que de pronto se atraviesa. (Tampoco sirven faroles antiniebla a quien se dirige por impulso).
La vaina también es que esto rebasa lo meramente jurídico porque los caprichos y los políticos lo convirtieron en algo sectario. Así que en esta espesa calina, donde hay intereses ocultos que motivan los comportamientos, por mucho que se quiera orientar, nadie escucha razones. Bueno sería si la “no ratificación” sirviera de escarmiento. Aunque improbable, cuando ambos lados asumen que fueron ellos los que dieron la lección. Si lo que buscaba el país era blindar la permanencia de un cuerpo especializado –para enfrentar los abrumadores golpes de delitos horripilantes para los cuales el Estado no estaba preparado, como el narcotráfico, el crimen organizado, el terrorismo– un arreglo era lo patriótico. No vamos a negar que quien redactó ese decreto, objeto del relajo, lo plagó de sospechas innecesarias. Lo sensato era buscar un mecanismo de modificarlo, de no mediar motivos ulteriores. Aparecieron propuestas que cayeron en costal roto. Salidas, ninguna de las ofrecidas, con lo intrincado se armonizaron entre los que se quieren sopapear. El llevado y traído rango constitucional –frases de pantalla– tampoco es el término más acertado. Lo necesario es que el nuevo cuerpo uniformado –que ha levantado la esperanza ciudadana deseosa de mayor seguridad– figure en la Constitución. ¿Sabían que leyes secundarias y las leyes constitutivas deben tener asidero constitucional, de lo contrario en cualquier momento pueden ser desafiadas? Además, por distintas avenidas –en el poder jurisdiccional, en el mismo Congreso–derogadas. Rebatan pues, con argumentos jurídicos, sin histerismos. ¿Si los demás cuerpos armados y policiales del Estado ya están incluidos, cómo justifican que no aparezca mencionado en la Constitución –encájenlo en el lugar correcto– este de más reciente creación, que pronto va a ser superior en número y en financiamiento que sus otros hermanos de la misma familia uniformada?
Así las cosas, lo que pudo haberse resuelto con mesura, sigue latente. Algo que debió tratarse como un asunto de Estado –porque se refiere a la seguridad de una población amedrentada por el terror de la violencia–vuelve a caer al manoseo político. Cuesta entender qué fue lo que todos festejaron. Ese bicho que pudieron matar sigue vivito, saltando, objeto ahora de una consulta popular. ¿Habrá algún inteligente que pensó –si aquí todavía se piensa, porque poco se lee– si no era eso lo que querían hacer desde un inicio? Hoy el tema se disputa en otro campo y se peleará en otras trincheras. Adquiere, ya en forma descubierta, su verdadero disfraz político. Como tema de campaña sujeta al mejor manejo de la comunicación. Quitándole ese ingrediente de sospecha que la quieren dizque para el continuismo –ingenuos nosotros que creímos haber superado esos miedos de antaño después de todo un proceso de reformas institucionales para colocar la milicia y la policía bajo la égida del poder civil– no es difícil imaginar eso de la Policía Militar como bandera. “¿A ver pueblo y ustedes los alcaldes, aquí en esta comunidad, en este municipio, en esta ciudad, en esta aldea, en este villorrio, en este caserío, en este barrio, quieren protección y seguridad? Levanten la mano los que estén de acuerdo…”. Hasta aquí porque, en el fragor de la batalla, el resto es melodía al compás de redoblantes y pitoretas. Pero estas solo son las luces altas. Regresamos a las bajas. Por el momento hay que saborear el éxito de la victoria. ¿Y, con el cambio de luces, qué sucede?

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