Remilitarización policial

Remilitarización policial

Editorial diario Tiempo
Entre los resultados de la evaluación del equipo ministerial, sobresale el retorno del secretario de Seguridad, Arturo Corrales, a los fueros de Relaciones Exteriores, supuestamente como premio por haber sido el mejor calificado del conjunto sometido a esa especial revisión anual sobre eficiencia gubernativa.
Sin embargo, la lógica del buen desempeño no coincide, en este caso, con dicho traslado, y, por el contrario, pone de relieve el propósito fundamental —¿o fundamentalista?— de retrotraer el control policial a la férula militar, ahondando dos cuestiones básicas: la militarización y la politización del principal ente estadal de la seguridad nacional interna.
Podría pensarse, al ver los árboles pero no el bosque, que esa decisión trascendental del Ejecutivo es apenas una reacción —tal vez visceral— al fracaso de “constitucionalizar” la Policía Militar del Orden Público (PMOP), toda vez que no dio fruto el “golpe de timón” a que se refiere con liviandad el capcioso ministro Corrales.
Si ampliamos el horizonte, la perspectiva nos ofrece un panorama muy distinto, de consecuencias muy graves, tremendas para la siempre precaria democracia hondureña, de las que sobresalen la profundización en la aplicación de la doctrina de la seguridad del Estado, en su peor variante de terrorismo institucional, y el desmantelamiento formal de la estructura policial propiamente dicha.
Esta maniobra política, por dondequiera que se la vea con atención e interés ciudadano, sugiere una vinculación estrecha con el proyecto continuista, edulcorado con el juego de la reelección presidencial, y que apunta, en sus objetivos prioritarios, a la represión de próximas movilizaciones sociales orientadas a la formación de un posible Frente Amplio Constitucionalista, con perspectiva de alternancia política.
Esto se ve a larga vista, pero también microscópicamente, con solo recapacitar que, en el transcurso de los últimos 35 años de la vigencia formal de gobiernos democráticos en Honduras, con una Policía Nacional liberada de dominio militar, por primera vez un militar activo es nombrado secretario de Estado en los Despachos de la Seguridad Pública, y, por lo tanto, dependiente de la jerarquía militar, vale decir el Estado Mayor Conjunto.
En los médanos de la seguridad del Estado —militar y policial— ninguno de los cargos y movimientos jerárquicos es improvisado, y, mucho menos, inocente. Obedece a principios estructurales de integridad orgánica, verticalidad, prevención y continuidad. De allí la necesidad de asepsia política-partidista y la caracterización estructural que permiten la apoliticidad y la legitimidad de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional, cada cual en su rol institucional.
A lo largo de las casi cuatro décadas indicadas, los secretarios de Seguridad Pública han sido civiles, algunos de ellos militares en situación de retiro, pero, legalmente y de hecho civiles. Ahora se da la contradicción, nada ingenua, de que un general de Ejército es el jefe superior de un comisionado general de Policía, y, por lo tanto, supeditado a un mando militar en acto.
Eso indica, a su vez, que la institución policial ha quedado desarticulada, que la Academia Nacional de Policía pierde su razón de ser, que es precisamente la de formar cuadros profesionales y oficialidad especializada, indispensable para la existencia del organismo encargado de la seguridad interna, independientemente de los nexos interinstitucionales que deba tener con la entidad militar.
Pero esto no es todo, por supuesto. Hay que tener en cuenta que, al final, los recursos económicos y de equipamiento están ahora controlados directamente por el Ejecutivo, como es fácil advertirlo respecto al desarrollo de la PMOP y su funcionamiento político, así como la preterición de la Policía Nacional.
Pero así son ahora las veredas de Honduras, que, definitivamente, no llevan a Roma.

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